Andaluz nacido en Montilla, Córdoba. España, y bautizado el 10 de marzo de 1549, tierra natal. Francisco era hijo de Mateo Sánchez Solano y Ana Jiménez.
Creció en un hogar cristiano y comenzó su educación con los padres de la Compañía de Jesús, los jesuitas de su ciudad, tomando los hábitos de fraile siendo menor de veinte años, luego pasó al convento de la Orden de San Francisco.
Cursó Filosofía y Teología en el convento de Loreto de Sevilla, ordenándose sacerdote en 1576. Solicitó sin éxito ser destinado como misionero al norte de África.
La muerte de su progenitor le hizo volver temporalmente a Montilla para visitar a su madre, que padecía ceguera. Sin embargo, su estancia se prolongó más de lo previsto debido a una epidemia.
En Montilla realizó varias curaciones inexplicables que dieron comienzo a su fama como hacedor de milagros, donde atrajo las miradas de todos por el espíritu con que hablaba y la santidad que emanaba de todo su ser.
En 1581, Francisco Solano fue destinado como vicario y maestro de novicios al convento cordobés de la Arruzafa, donde solía visitar a los enfermos y recomendaba a los más jóvenes que tuvieran paciencia en los trabajos y adversidades.
Desarrolló, al igual que Francisco de Asís, el fundador de su Orden, una relación especial con los animales. Pues bien, cuentan que había una serpiente de gran tamaño que atacaba a ganados y pastores y hacía estragos en toda la región, y a la cual Solano reprendió y ordenó ir al convento, donde fue convenientemente alimentada. Dicen que después de comer la serpiente se marchó y no volvió a causar daño en la comarca.
Aunque “no era hermoso de rostro, moreno y enjuto”, como nos lo describe uno de sus contemporáneos, la figura de San Francisco Solano, lograría alcanzar un lugar relevante entre los apóstoles del Evangelio llegados a tierra americana.
Pasó poco más de tres años en tierra argentina desde el 15 de noviembre de 1590 hasta fines de 1593 o principios de 1594.
Viajaría a América en 1590 junto a otros ocho misioneros, con el sólo objeto de esparcir la palabra de Dios entre los indígenas, de quienes tanto se hablaba en España.
Arribó primero a Cartagena de Indias, Panamá y el Cuzco; después pasó por Chuquiabo (La Paz) y Potosí y en 1601 nombrado Secretario de Provincia lo aguardaría ser morador en el Convento de Trujillo (Perú).
Cuando nuestro fraile asentó sus pies en territorio argentino cinco ciudades integraban el Tucumán: Santiago del Estero, La Capital (Tucumán), Nuestra Señora de Andalucía, Nuestra Señora de Talavera de Esteco y Salta.
A su llegada se lo constituiría doctrinario de Socotonio y la Magdalena pero en nuestro país ocupó bien llegado la guardianía del convento de San Francisco del Monte, a seis leguas de Córdoba, más habiendo transcurrido un año renunció dominado por su inefable obsesión de misionar.
Serían tres años intensos de acción evangélica, en aquella época primitiva de nuestra historia, sin más bagaje que su "violín" y el celo apostólico que ardía en su espíritu.
Así es, caminando cientos de leguas por caminos escabrosos, con los pies hinchados y el hábito polvoriento, sorteando la irrupción de alimañas sofrenaba a los indígenas con la magia de su humilde instrumento.
Sería en La Rioja donde encontró indígenas oprimidos en forma brutal desalojados de sus tierras, los trasladaban en masa lejos de sus comarcas y sometidos a trabajos salvajes en las minas y campos. El cruel sistema de la mita y el yanaconazgo imperaba en esa región del país.
En aquella ciudad “De todos los santos de la Nueva Rioja” dejaría dos milagros:
Uno aconteció el jueves Santo del año 1593: Ante la peligrosa presencia de cuarenta y cinco caciques infieles con su gente hablándoles en su compleja lengua logró que se postraran de rodillas pidiendo con lágrimas el santo bautismo para sus huestes.
Otro sería cuando habiéndose secado el río ante la desesperación de los rebeldes, hizo brotar agua de una quebrada que hasta hoy se llama “la fuente de Solano” agua que significó vida y bendiciones para el poblado.
Carmelo Valdés anota en sus “Tradiciones riojanas: - nuestro traumaturgo del violín al comprender que la prosperidad de los campos, jardines y huertas de la comarca era el precio pagado con la sangre, el dolor y la vida de los indígenas decidió marchar para no volver jamás tomando el camino de Lima, llamado en 1595 por el Virreinato y los superiores de la Orden que residían en Lima (Perú).
Fray Francisco,llegado a Lima, fue nombrado Guardián del Convento de la Recolección. Como siempre, se resistió todo lo que pudo antes de aceptar cualquier cargo de responsabilidad, exagerando de manera deliberada su propia incapacidad para gobernar, pero finalmente tuvo que acatar la autoridad de sus superiores.
Su obsesión por la pobreza era tal que en su celda, tan sólo tenía un camastro, una colcha, una cruz, una silla y mesa, un candil y la Biblia junto con algunos otros libros. Era el primero en todo y jamás ordenó una cosa que no hiciera él antes.
Sus consejos eran prudentes, y cuando tenía que reprender a alguno de los demás frailes, lo hacía con gran celo y caridad. Sus excesivas penitencias y su espíritu de oración no le impedían ser alegre con los demás. Solano era también el santo de la alegría.
Solano pasó en esa ciudad, los últimos años de su vida.
A pesar de su precario estado de salud, continuaba haciendo grandes penitencias y pasaba noches enteras en oración.
También iba a menudo a visitar a los enfermos o salía a las calles a predicar con su pequeño rabel y una cruz en las manos.
Así conseguía juntar a un gran número de personas y las congregaba en la plaza mayor, donde se dirigía a la muchedumbre en alta voz. Predicaba en todas partes: en los talleres artesanales, en los garitos, en las calles, en los monasterios e incluso en los corrales de teatro. Especial significado tuvo su oposición a ciertos espectáculos teatrales en los que a su juicio se ofendía a Dios.
En octubre de 1605, Solano pasó a la enfermería del convento. Postrado y gravemente enfermo del estómago, apenas si podía salir a predicar y a visitar a los enfermos. Procuraba asistir a la comida en el refectorio junto con los demás frailes, pero comía muy poco, tan sólo unas hierbas cocidas.
Además, seguía excediéndose en sus penitencias y no miraba por su delicada salud.
Durante su última enfermedad, Solano era poco más que un esqueleto viviente. Finalmente murió el 14 de julio de 1610, día de San Buenaventura.
Ese mismo día y a la misma hora se produjo un extraño toque de campanas en el convento de Loreto, en Sevilla, donde estudió Filosofía y Teología.
A los 15 días de su muerte se inició el proceso de su canonización que culminó con la bula Ad fidelium Dei servorum gloriam dada el 27 de diciembre de 1616.
Se dieron en él maravillosamente sintetizadas la sencillez y alegría franciscanas con la más dramática y heroica austeridad. En su apostolado con los indios llegó a una adaptación verdaderamente original.