Fernando Fader fue un hombre de una sólida cultura y un gran refinamiento para su época. Se había formado en Europa pero su vida transcurriría mayormente en las provincias de Córdoba y Mendoza.
Es bien conocido aquel accidente que lo llevó a dedicarse por entero a la pintura cuando un aluvión se hubo llevado la usina de propiedad familiar con la que soñara iluminar la ciudad de Mendoza.
Paradójicamente fue la luz del día la que sustituyó aquel sueño perdido de generar luz eléctrica. A ella dedicaría toda la paciencia necesaria para observar las alternativas imágenes que producía un mismo paisaje con el correr de las horas.
Se le ocurrió asomarse al mundo cuando eran las once de la noche del 11 de abril de 1882 en la casa del conde Pedro Bonneval, que vivía en el número 10 de la calle Nauville ¿Por qué en Francia y no en Mendoza como creemos los argentinos? Dios quiso que él naciera en la casa del conde francés abuelo materno del recién nacido, en razón de que su padre, ingeniero alemán, por su profesión debió radicar su familia ocasionalmente.
La situación económica no podía ser mejor y en 1890 optaría por trasladarse a la Argentina para la búsqueda de petróleo en Mendoza.
Fernando quedó viviendo con sus abuelos en Francia pero una vez terminado el bachillerato en el Liceo del Palatinado del Rhin decidió establecerse en Argentina con el objeto de seguir la carrera de ingeniero.
Imposición familiar aunque el llamado de los pinceles rugiera en su interior tanto que desde sus inicios, pintando se olvidaba de comer.
Por ello los padres después de vacilaciones y entredichos decidirían que viajara a Europa sin restricciones.
El contacto con el arte del viejo Mundo, en Fader fortaleció su vocación al repartir su tiempo entre pinacotecas y exposiciones.
Con 25 años retornó a la ciudad de Mendoza cargando las enseñanzas del pintor Heinrich von Zügel y una medalla de plata ganada en Milán.
Se casó con Adela Guiñazú, hija del dueño de una casona de las afueras donde solía pintar - hoy Museo Provincial de Bellas Artes, Museo Emiliano Guiñazú - y donde construyera una usina hidroeléctrica en Cacheuta, primera en aprovechar el empuje del río Mendoza, cuyas instalaciones fueran arrasadas por un aluvión en 1913.
Nos dice Roberto Cinti en el diario “La voz del Interior” Año 1996: “El arte argentino nunca dejará de agradecer esta desgracia. Provocó que Fader buscara en la pintura un medio de vida, apuntalado por el galerista alemán Federico Müller”.
Otro sinsabor fijaría su campo de inspiración: al operarlo de una presunta apendicitis, los médicos descubrieron que la tuberculosis minaba su cuerpo y le aconsejaron el salutífero clima de las sierras cordobesas. En medio de ellas vivió sus últimos veinte años plasmando una obra que lo ubicaría entre los grandes plásticos del siglo”.
Sus cuadros serían cada vez más brillantes plasmando las luces del calendario: álamos encendidos de ocres, naranjas y amarillos en otoño, la niebla en los días invernales, una explosión de rosados en primavera y la madurez de los ciruelos en verano.
Esa luminosidad que impregnó a sus últimas obras trasuntaba una vida interior plena de realizaciones con ansias de vivir aunque su físico estuviese exhausto. En su último lienzo de 1831, pintaría la capilla de Sumampa.
Allá se fue quedando. Al comienzo se instaló en Ojo de Agua de San Clemente, un paraje que aún hoy es accesible a pie o a caballo, donde con su trípode, paleta y pinturas sorprendería los distintos estados de ánimo de la naturaleza que plasmaba en sus telas y que en Buenos Aires, por obra y gracia de Müller se vendían como nunca.
No había mansión paqueta que no quisiera su “Fader”. En 1926, la venta de La Reja (para él su obra más lograda) a precio récord, iniciaría el camino de éxitos económicos que se mantendrían hasta el presente. Curiosamente, habría de lograr con el arte lo que no pudo con sus sueños empresarios.
El pintor no pudo al final cumplir con su destino que repetía muchas veces al decir: “Tengo mi camino y voy a pie...” porque su salud quebrantada le impediría nuevas salidas.
En Ischillín, pueblito al pie del cerro Loza Corral, a 140 kilómetros al norte de Córdoba construyó su última morada, dondesus hijos adolescentes le confortaban de su penosa enfermedad la que el Gobierno de Córdoba el 11 de abril de 1961 transformaría en museo.
Su muerte se produjo el 28 de febrero de 1835 dejando inconcluso un mural que había comenzado poco antes.