El DORADO

Antonio Brailosky, autor de la novela “Esta maldita lujuria” enuncia: “La ciudad que nunca existió.  Decían que estaba llena de oro y plata. La situaron en varios lugares, desde Santiago del Estero hasta el Estrecho de Magallanes. Sus habitantes eran españoles prófugos, indios gigantones o ingleses. Muchos ilusos la buscaron durante cuatro siglos sin encontrarla jamás.”

De las leyendas originadas en la conquista de América, una de las más sugestivas fue la del Dorado, conocida también como ciudad de los Césares o Trapalandia: un imperio de oro y plata y de lujuria e inmortalidad que se escondía en algún lugar de Sudamérica.

        El sortilegio del oro y la presunción de que era fácil obtenerlo, encandilaban a quienes oían las noticias  que cruzaban del Nuevo al Viejo Mundo. Muchas versiones tenían fundamento, como sería el saqueo a los dos más grandes imperios  de la América precolombina: el azteca y el inca.

En la frontera entre los hechos reales y la fantasía, brillaba  con singular fulgor la de un cacique tan rico que todos los días  revestía su cuerpo con oro y después se bañaba  en un lago para quitárselo... En realidad la ceremonia correspondía a la ceremonia de entronización de los jefes entre los indios chibchas, cuando un  nuevo cacique arribaba al trono y  debía  consagrarse  al Sol, lo desnudaban, untaban su cuerpo con resina o barro y lo espolvoreaban con un fino polvillo de oro. Así engalanado, subía a una balsa cargada de ofrendas preciosas que en el centro del lago Guatavita se arrojaban a las aguas, donde además se lavaba el cacique para entregar a los dioses el oro que lo cubría.

Cuenta la tradición que Sebastián Belalcázar,  conquistador de Nicaragua y fundador de Quito, Guayaquil  (en Ecuador), Popayán y Cali (en Colombia) cambió su nombre ,Moyano, para adoptar el nombre de la villa de Extremadura donde había nacido. Pese a ser analfabeto  a los doce años vino a probar fortuna en tierras americanas, donde acumuló considerable prestigio.

Fascinado, después de haber escuchado la historia que corría acerca de los muiscas o chibchas -  que habitaban las altas tierras de la cordillera oriental de Colombia -  exclamó: ¡Vamos a buscar  a ese príncipe dorado! Y marchó hasta la meseta de Cundinamrca, Colombia.

En 1539 se encontróse, con otras dos expediciones: la de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Santa Fe de Bogotá, y la del alemán Nicolás de Federmann, expedicionarios que habían coincidido en llegar al mismo punto, sin saber nada los unos de los otros. Se cree que el único que pudo cargar, con anterioridad  al choque de los tres, un poderoso botín sería Gonzalo de Quesada, aunque se atribuye que ese oro pudo ser una carga perdida del saqueo de Pizarro.

En nuestra geografía su búsqueda comenzó en 1529, cuando Francisco de César, un soldado de la expedición de Sebastián Gaboto, partió con 14 hombres sin llevar mapa ni guía y ni instrumento alguno par determinar su latitud. Fue de aldea en aldea preguntando por señas  a los indígenas, por un rey blanco que vivía en una ciudad de fabulosas riquezas.

Los naturales señalaban vagamente un punto cardinal cualquiera, que César seguía para cambiarlo al siguiente día,  cuando el próximo indio le señalara la dirección opuesta. Así en su afán por llegar a esa fabulosa ciudad pletórica de oro y plata realizaron esfuerzos tan colosales como vanos.

Algunos buscadores de oro situaron la ambicionada ciudad en la meseta patagónica e incluso en el estrecho de Magallanes. Los césares más australes serían los presuntos sobrevivientes de la expedición de Sarmiento de Gamboa que intentó colonizar el estrecho.

Otros  conquistadores, exploradores y aventureros  descubrieron recovecos insospechados de una geografía formidable y bebieron un sorbo de gloria. Otros no hallaron más que penurias, muerte y olvido.

 

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TOPOGRAFIA