En 1928 Hipólito Irigoyen llegó por segunda vez a la presidencia precedido por simpatía popular, fama y poder como ningún otro gobernante había poseído. Tenía 76 años y se encontraba frente a la perspectiva de una compleja tarea sacudida por la crisis mundial de 1929.
Los proyectos generados por el P.E. encontraron una oposición cerrada que relegó importantes iniciativas. Hubo agitaciones obreras e Irigoyen tomó personal interés en estos problemas pero las soluciones, en medio de la crisis económica, no siempre llegaron a feliz término.
Se produjo la quiebra de la Bolsa de Nueva York (Wall Street) y el colapso fue general. La depresión que empezó en los EE.UU. se extendió por todo el mundo, y causó un desequilibrio económico-financiero que, en el caso de nuestro país, ocasionó la huida de los capitales extranjeros.
Los descontentos crecieron e Irigoyen debió enfrentar los conflictos derivados de la crisis: desocupación, inflación y aumento de la deuda estatal.
Los apoyos políticos disminuyeron. La clase media, que era el centro de la autoridad de gobierno, se sumó a la crítica, lo mismo que los conservadores.
A la acción subversiva se sumó la agitación estudiantil. El influyente discurso de sectores antidemocráticos, vinculados con el fascismo italiano, presionó sobre los militares.
El 6 de setiembre de 1930 se produjo por primera vez en nuestro país la ruptura de las instituciones emanadas de la Constitución.
El Gral. José Félix Uriburu derrocó a las autoridades nacionales. Se exigió la renuncia indeclinable del Dr. Irigoyen y del Vicepresidente Dr. Martínez.
El historiador José Luis Romero sintetiza el derrocamiento de Yrigoyen, como el fin de la República y de la democracia.
Su vieja casa de la calle Brasil -que los opositores llamaban 'la cueva del peludo'- fue saqueada, con olvido de la indiscutible dignidad personal de un hombre cuya única culpa había sido llegar al poder cuando el país era ya incomprensible para él.”
Cerca de la plaza del Congreso, la calle fue un hervidero. Se produjo un tiroteo entre las fuerzas golpistas y leales.
En la mañana del 7, el vecindario se despertó presa de una gran excitación y nerviosismo.
La censura telegráfica y telefónica impuesta por el Gobierno de facto, aisló a Rosario de Buenos Aires y dio lugar a que corrieran las más graves versiones.
Al mediodía se esperó con gran impaciencia el Rápido del Central Argentino que debía traer los diarios matutinos metropolitanos - pero al comprobarse la escasez de noticias – por la censura aumentaba la angustia de la gente.
Millares de personas inundaron las calles céntricas de Rosario y frente a las pizarras de La Capital el público se renovaba constantemente.
En otra parte de la ciudad los estudiantes de la Escuela Superior de Comercio se lanzaron espontáneamente a la calle, pese que “desde la fecha las fuerzas del orden, señalaban que quedaban terminantemente prohibidos los disparos de bombas, toques de sirenas u otros medios que podían alterar la tranquilidad de la población”.
Los estudiantes y muchos jóvenes como ocurre en todos los tiempos de la historia de los pueblos, con convicciones propias luchando por ideales de libertad e igualdad, sumado a que no tienen otra cosa que perder que su vida, salieron a la calle a defender sin armas al líder caído y a enfrentar a los uniformados que a partir de entonces empezaban a tomarle el gusto a la carrera política - la que no abandonarían hasta 1983.
En aquella tarde del 7 de setiembre, moría en forma impensada en plena calle por efecto de una ráfaga de tiros, el estudiante rosarino Juvenal Aguilar.
La noche anterior varios disparos habían terminado con la vida de Joaquín Penina y otros dos anarquistas en las inmediaciones del arroyo Saladillo, por orden de la Jefatura de policía.
Carece de designación oficial.
Recuerda a la ejecución de un estudiante, que salió a la calle impulsado por el amor a la libertad de los hombres dignos.